- Señor, aquí está su comida.
- Muchas gracias. ¿Siguen los francos en la ciudad?
- Sí, señor, siguen los franceses.
- Para mí siempre serán asquerosos francos del Rin.
Se abre la puerta y entra un hombre.
- Venga rápido, tenemos que irnos.
- ¿Qué pasa, padre?
- El pueblo se ha levantado. Si nos estamos todavía en la ciudad cuando las tropas francesas empiecen inspeccionarla, el señor Lucio correrá peligro.
- No me podía esperar otra cosa -dice Lucio- de este pueblo. Casi tan valientes como era mi gente.
- Señor, siéntase orgulloso, pero tenemos que llevarlo. María, ve a por la silla.
- Vaya invento, la silla.
- No es un invento, señor, saqué la idea de un libro sobre Felipe II.
Seguir leyendo
Los 3 van sorteando a los ciudadanos madrileños, que corren por toda la ciudad y se enfrentan a los soldados franceses. Milagrosamente logran salir de la ciudad.
- Bueno, ¿dónde vamos ahora, Julián?
- Tengo un primo en Granada. Serán unos días, pero nos alejaremos bastante de Madrid. Esperemos que la revuelta no dure mucho.
- Ojalá degüellen a Murat. Franco de mierda...
- No tenga mucha esperanza, iban con navajas contra las tropas francesas.
- Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es que al final vence la libertad.
- Bueno, lo que le decía, que espero que esto no dure mucho.
Pero duró. El ejemplo de Madrid fue seguido por multitud de ciudades. Se forman las juntas y empieza la guerra. Al llegar a Granada, la situación es confusa.
- Esteban, buenas tardes.
- Buenas tardes, primo. ¡Vaya sorpresa!
- Señor, este es el hijo de la hermana de mi padre.
- Encantado, mi nombre es Lucio.
- Yo soy Esteban Avellaneda López.
- Primo, necesitamos escondernos.
- ¿Participasteis en las revueltas?
- No, no es eso. Ahora te explico todo. Tiene que ver con Lucio.
- Vale, no os preocupéis. Mi casa es vuestra casa, ya lo sabéis.
- Muchas gracias. María, lleva adentro a Lucio, que tu tío Esteban y yo tenemos que hablar.
Los días pasaban, y aunque Julían López no tenía muchas esperanzas, no podía dejar de pensar que podría estar luchando en vez de cuidando de un viejo del que tampoco sabía mucho. Un día, al despertar la gente en la casa, simplemente no estaba. En su carta decía que se iba a luchar contra los franceses. Su hija, llorando, no pudo hacer otra cosa que maldecirlo.
- ¿Cómo ha podido abandonarnos? ¿Cómo ha podido dejarte aquí, señor Lucio?
- María, tu padre ha cumplido con su deber. Yo habría hecho lo mismo por mi Patria. Para él todavía hay esperanza. Es justo que luche. Yo que perdí mi lugar en el Mundo hace mucho entiendo que desee defender el suyo. Te tengo todavía a ti, y con una persona me basta.
- No, señor -dijo entonces Avellaneda-, me tiene también a mí. Esteban me contó su caso, y es mucho más importante que cualquier estúpido patriotismo. Si llegáramos a conocer bien su caso, quién sabe lo que podríamos conseguir.
- Ninguna vida vale más que la libertad de todo un pueblo.
- En serio, María, ¿quién es este hombre exactamente?
- ¿No te lo contó mi padre?
- Sí, me explicó su caso y todo eso, pero...
- Que te cuente él su vida. Yo me lío ya con tanta historia.
Al año, Avellaneda conoció a la que sería su mujer. Pronto nació Juan, entre el miedo por la ocupación francesa de 1810. La guerra terminó pronto, pero Prieto no volvió. La guerra se lo había llevado. Poco a poco Esteban Avellaneda se fue haciendo a la idea de que Lucio empezaría a ser problema suyo y, al morir, a ser el de su hijo. María murió, y también la mujer de Avellaneda, quedando solos éste, su hijo, y Lucio. Los años pasaban, Avellaneda envejecía y su hijo se hacía mayor, pero Lucio permanecía igual. Para cuando las guerras carlistas azotaban España, Esteban Avellaneda murió. Era ya muy anciano, y su hijo era ya un hombre de casi 30 años. De vuelta a casa, Lucio intentaba consolar a Juan.
- Con tu padre se va uno de los mejores hombres que he conocido jamás. Lo conocí ya con algunos años, aunque todavía algo joven, pero él siempre me trató como si lo hubiera conocido de toda la vida.
- Lucio, ¿cómo puede hacerlo?
- ¿El qué?
- Ha vivido durante un montón de siglos, ha dependido de tanta gente con la que ha estrechado lazos. Yo he perdido a un ser querido y estoy destrozado. Usted habrá perdido a tantos que sólo Dios podría contarlos. ¿Cómo puede soportarlo?
- La respuesta es obvia: no puedo. Por mucho que ocurra, nunca te acostumbras a ver la muerte. Intento no exteriorizarlo, pero veo cómo la muerte me rodea sin llegar a tocarme, llevándose a todos aquellos que se entregan a mi causa, y nunca he logrado eliminar esa parte de mí que me dice que sería mejor si viviera solo. Pero entonces veo a los que quedan, te veo a ti, y veo la esperanza en tus ojos, veo que aunque existe un largo pasado existe un gran futuro, y pienso que algún día podríamos llegar a solucionar grandes problemas de la gente.
- Sabe usted que ha sido usted siempre como un segundo padre para mí, ¿no? Como un abuelo.
- Y sin embargo seré yo seguramente quien te vea morir a ti...
Siguieron pasando los años, y por los tiempos de la I República, un Juan Avellaneda casado, con hijos, y con un nieto muy joven, enfermó, ya anciano, y poco a poco fue dejando paso a la muerte.
- ¿Sabe, señor Lucio? Siempre creí que morir sería algo horroroso, pero ahora que veo que no dejo este Mundo vacío, sino que dejo la huella de mis hijos, sus hijos... Los Avellaneda servirán al gran Lucio hasta que se encuentre una explicación.
- Me pregunto a menudo de qué demonios sirve dar una explicación.
- Señor Lucio, podría ser que usted pudiera salvar vidas. No evitar la muerte de ancianos como yo, pero sí curar la enfermedad, erradicar el sufrimiento.
- Estoy harto de esta condena. Vi morir a tu padre, tuve que consolarte, ahora tú... El ciclo no para de repetirse, una y otra vez.
- No se preocupe, ahora me voy con el Todopoderoso.
- Si algo me ha quedado claro durante los últimos siglos es que no hay dios.
- No diga eso, señor Lucio. Sin fe, ¿cómo demonios podremos conseguir nunca dar una explicación?
- Persistencia, Juan, persistencia.
A lo largo de los años los Avellaneda sirvieron a Lucio, hasta que Francisco Avellaneda, a petición de éste, nunca desveló la existencia de Lucio a su hijo Juan. Pero la muerte tenía otros planes...
- Bueno, ¿dónde vamos ahora, Julián?
- Tengo un primo en Granada. Serán unos días, pero nos alejaremos bastante de Madrid. Esperemos que la revuelta no dure mucho.
- Ojalá degüellen a Murat. Franco de mierda...
- No tenga mucha esperanza, iban con navajas contra las tropas francesas.
- Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es que al final vence la libertad.
- Bueno, lo que le decía, que espero que esto no dure mucho.
Pero duró. El ejemplo de Madrid fue seguido por multitud de ciudades. Se forman las juntas y empieza la guerra. Al llegar a Granada, la situación es confusa.
- Esteban, buenas tardes.
- Buenas tardes, primo. ¡Vaya sorpresa!
- Señor, este es el hijo de la hermana de mi padre.
- Encantado, mi nombre es Lucio.
- Yo soy Esteban Avellaneda López.
- Primo, necesitamos escondernos.
- ¿Participasteis en las revueltas?
- No, no es eso. Ahora te explico todo. Tiene que ver con Lucio.
- Vale, no os preocupéis. Mi casa es vuestra casa, ya lo sabéis.
- Muchas gracias. María, lleva adentro a Lucio, que tu tío Esteban y yo tenemos que hablar.
Los días pasaban, y aunque Julían López no tenía muchas esperanzas, no podía dejar de pensar que podría estar luchando en vez de cuidando de un viejo del que tampoco sabía mucho. Un día, al despertar la gente en la casa, simplemente no estaba. En su carta decía que se iba a luchar contra los franceses. Su hija, llorando, no pudo hacer otra cosa que maldecirlo.
- ¿Cómo ha podido abandonarnos? ¿Cómo ha podido dejarte aquí, señor Lucio?
- María, tu padre ha cumplido con su deber. Yo habría hecho lo mismo por mi Patria. Para él todavía hay esperanza. Es justo que luche. Yo que perdí mi lugar en el Mundo hace mucho entiendo que desee defender el suyo. Te tengo todavía a ti, y con una persona me basta.
- No, señor -dijo entonces Avellaneda-, me tiene también a mí. Esteban me contó su caso, y es mucho más importante que cualquier estúpido patriotismo. Si llegáramos a conocer bien su caso, quién sabe lo que podríamos conseguir.
- Ninguna vida vale más que la libertad de todo un pueblo.
- En serio, María, ¿quién es este hombre exactamente?
- ¿No te lo contó mi padre?
- Sí, me explicó su caso y todo eso, pero...
- Que te cuente él su vida. Yo me lío ya con tanta historia.
Al año, Avellaneda conoció a la que sería su mujer. Pronto nació Juan, entre el miedo por la ocupación francesa de 1810. La guerra terminó pronto, pero Prieto no volvió. La guerra se lo había llevado. Poco a poco Esteban Avellaneda se fue haciendo a la idea de que Lucio empezaría a ser problema suyo y, al morir, a ser el de su hijo. María murió, y también la mujer de Avellaneda, quedando solos éste, su hijo, y Lucio. Los años pasaban, Avellaneda envejecía y su hijo se hacía mayor, pero Lucio permanecía igual. Para cuando las guerras carlistas azotaban España, Esteban Avellaneda murió. Era ya muy anciano, y su hijo era ya un hombre de casi 30 años. De vuelta a casa, Lucio intentaba consolar a Juan.
- Con tu padre se va uno de los mejores hombres que he conocido jamás. Lo conocí ya con algunos años, aunque todavía algo joven, pero él siempre me trató como si lo hubiera conocido de toda la vida.
- Lucio, ¿cómo puede hacerlo?
- ¿El qué?
- Ha vivido durante un montón de siglos, ha dependido de tanta gente con la que ha estrechado lazos. Yo he perdido a un ser querido y estoy destrozado. Usted habrá perdido a tantos que sólo Dios podría contarlos. ¿Cómo puede soportarlo?
- La respuesta es obvia: no puedo. Por mucho que ocurra, nunca te acostumbras a ver la muerte. Intento no exteriorizarlo, pero veo cómo la muerte me rodea sin llegar a tocarme, llevándose a todos aquellos que se entregan a mi causa, y nunca he logrado eliminar esa parte de mí que me dice que sería mejor si viviera solo. Pero entonces veo a los que quedan, te veo a ti, y veo la esperanza en tus ojos, veo que aunque existe un largo pasado existe un gran futuro, y pienso que algún día podríamos llegar a solucionar grandes problemas de la gente.
- Sabe usted que ha sido usted siempre como un segundo padre para mí, ¿no? Como un abuelo.
- Y sin embargo seré yo seguramente quien te vea morir a ti...
Siguieron pasando los años, y por los tiempos de la I República, un Juan Avellaneda casado, con hijos, y con un nieto muy joven, enfermó, ya anciano, y poco a poco fue dejando paso a la muerte.
- ¿Sabe, señor Lucio? Siempre creí que morir sería algo horroroso, pero ahora que veo que no dejo este Mundo vacío, sino que dejo la huella de mis hijos, sus hijos... Los Avellaneda servirán al gran Lucio hasta que se encuentre una explicación.
- Me pregunto a menudo de qué demonios sirve dar una explicación.
- Señor Lucio, podría ser que usted pudiera salvar vidas. No evitar la muerte de ancianos como yo, pero sí curar la enfermedad, erradicar el sufrimiento.
- Estoy harto de esta condena. Vi morir a tu padre, tuve que consolarte, ahora tú... El ciclo no para de repetirse, una y otra vez.
- No se preocupe, ahora me voy con el Todopoderoso.
- Si algo me ha quedado claro durante los últimos siglos es que no hay dios.
- No diga eso, señor Lucio. Sin fe, ¿cómo demonios podremos conseguir nunca dar una explicación?
- Persistencia, Juan, persistencia.
A lo largo de los años los Avellaneda sirvieron a Lucio, hasta que Francisco Avellaneda, a petición de éste, nunca desveló la existencia de Lucio a su hijo Juan. Pero la muerte tenía otros planes...
No hay comentarios:
Publicar un comentario